Estaba embobado en una cuestión jurídica de escasa importancia, un juicio desfavorable de casi un año de tardanza y, por medio, un posible recurso eterno; cuando, bien aconsejado, me dijeron que tratara el tema con el Sr. Clemente (puede que en este caso los nombres se amolden a la condición de los mencionados).
Por teléfono me pareció una persona seria y respetuosa, con una voz adusta, grave y sugerente. Lo imaginaba en un despacho de letrado (aunque ya se había retirado hace tiempo de la abogacía), solemne, entre legajos gastados y una apariencia de chupatintas encorsetado en una americana (diré, respetuosamente, sobre esto último, que no me gusta encasillar a las personas, así que asoman a mi mente las bajezas de tales pensamientos, suelo apartarlas como pestes húmedas después de una mala digestión, haciendo aspavientos con las manos; pero, ahora mismo, es salientable recoger esas menudencias como un acto de generosidad literaria).
Quedamos para tratar el asunto en su casa, un día concreto. El fin de semana tuve que coger el coche para intentar dar con la dirección. La carretera y la ciudad me desubican completamente, parezco una columbiforme mareada, incapaz de regresar al criadero y cagar sobre una sucia cornisa.
Al final di con la calle, no sin problemas, por pura inercia y antipatía social. Debo confesar que algún desinteresado ciudadano me quiso cobrar por la inestimable ayuda mientras me deseaba unas muy felices fiestas (era el día de navidad). Ni la información me sirvió de mucho ni mis ganas de pagar eran consecuentes con las reseñas (ya los pobres no se pueden fiar de los pobres..., algo en mi indumentaria me hace pasar por un cabrón de clase media, aunque conduzca un cinquecento).
Me acompañó mi generalísima madre, perfectamente ataviada para la ocasión, ella podría ser la encarnación de Napoleón y yo de Josefina. Eran cerca de las cinco y tuvimos que subir a un quinto piso sin ascensor (lo adecuado para una persona asmática como el Sr. Clemente). Nos recibieron con cordialidad y simpatía, y nos condujeron hacia un comedor con una vasta mesa pintada en un ocre escobilla (que conste que todo me pareció familiar y perfecto, no soy de los que se pierden en los decorados y detalles de las bambalinas).
El Sr. Clemente venía de una siesta y su jersey oscuro y desaliñado estaba profusamente -me pareció- repleto de pelos caninos. Tengo que decir que quedé complacido con lo inesperado de los hábitos y las costumbres.
Me puse a comentar la sentencia como una víctima ninguneada por el sistema y él me aleccionó sobre lo incongruente de la misma... Para darme una mejor opinión del asunto hizo llamar a su hija, que, curiosamente, aunque no tenía nada que ver con la magistratura, sí estaba relacionada con las circunstancias del hecho.
Entró en la sala. Me levanté y nos presentamos con un saludo afable y unos besos (yo seguía enfrascado en mi lánguida perorata). Era una mujer morena, de mediana edad; si bien, no me fijé explícitamente en los rasgos de su cuerpo ni en su vestimenta, tengo que decir que su aura me pareció atractiva y tremendamente diáfana. Por un momento me dí cuenta que había asistido a una sesión de espiritismo, de ouija sin tablero, casi algo místico, cercano al onanismo del alma, pero yo continuaba con mis tristes argumentos como una estúpida madeja desovillada.
En la terraza, tenían unas vistas hermosas de la urbe y una pajarera con un sinfín de ninfas (lo adecuado para una persona asmática como el Sr. Clemente).
Ya de vuelta a casa, comprendí que había perdido el tiempo con nimiedades en vez de invitar a aquella belleza a un café.
Los tribunales no me habían llevado hasta allí por inercia, sólo a mí me correspondía ganar el alegato del destino, mas seguía posponiéndolo todo.
Por la noche hice una incursión pornográfica en la red. Me encontré con un vídeo, un gangbang de la República Checa en el que aparecía una chica con unas facciones similares; mas, no podía..., en aquellos términos..., pensar en ella.
Lacónico como un piano sin cuerdas, pedante y cursi como una canción desafinada, ¿podría olvidar otros nombres por aquellos ojos y esa certera sensación de plenitud? No me gustaría pasar por su indiferencia sin al menos probar las mieles, las liendres y todo lo impúdico de un cielo rasurado, pero soy tan desgraciado como un fumador de opio y tan desagradecido como un vulgar soñador.
En un plisplás resolví todos los inconvenientes del recurso, decidí no recurrir... Eran tan buenas personas que ni siquiera llamé para darles las gracias, llamaron ellos para interesarse.